Idioma:

La Síntesis Kardeciana

Según el filósofo y pacifista británico Bertrand Russel, la Filosofía es algo que se sitúa entre la Teología y la Ciencia. Todo el conocimiento definido pertenece a la Ciencia y todo dogma, pertenece a la Teología. Pero, entre la Teología y la Ciencia hay una tierra de nadie, donde nuestras reflexiones, nuestras ideas, nuestros más simples pensamientos, transitan sin dificultades, sin formalismos – esta tierra de nadie es una tierra de todos: es el suelo de la Filosofía.

El mundo, indaga él, ¿está dividido en espíritu y materia?  Si así lo es, ¿qué es el espíritu y qué es la materia? ¿Quién se sujeta a quién? ¿Será el espíritu dotado de alguna independencia? ¿Posee el universo alguna unidad o propósito y si lo posee estará evolucionando a camino de su finalidad? ¿Habrá de verdad leyes de la naturaleza o solo creemos en ellas debido a nuestro amor por el orden? ¿Hay alguna manera de vivir que sea más noble o menos noble? ¿En qué consistiría el modo de vida noble y cómo realizarlo?

Evidentemente no encontraremos respuestas a estas cuestiones en los laboratorios. Contestarlas es empeño de la Filosofía pues, si ni  todas nuestras especulaciones pueden ser contestadas por la Ciencia, también es verdad que las respuestas confiables de los teólogos, aceptadas en el pasado, ya no nos convencen más, concluye el pensador en su “Historia de la Filosofía Occidental”.

¿Sería el Espiritismo una respuesta inteligente a estas profundas cuestiones de orden filosófico? Varios elementos que estructuran el pensamiento espírita contestan positivamente a esta indagación y lo acreditan como un modo moderno, ventilado y revolucionario de percepción del hombre y del mundo, así como precioso instrumento pedagógico para el autoconocimiento y control racional de la propia evolución.

El gran problema de la ética como estudio racional de la moralidad se resume en saber si es deseable ser bueno y, en caso afirmativo, cómo puede ser el hombre persuadido a ser bueno. A esta intrigante cuestión el Espiritismo contesta con la idea de la evolución y, especialmente, con los principios de la reencarnación y de la causalidad que ofrecen sustrato racional riquísimo para la adopción consciente de un modelo comportamental fundamentado en la tolerancia racial y social, configurando así la ética natural, soñada por Sócrates, capaz de construir un sistema de moralidad independiente de credos teológicos.

En la visión del filósofo J. Herculano Pires, El Libro de los Espíritus, vehículo privilegiado de estas ideas innovadoras, aunque no elaborado en lenguaje técnico ni tampoco observando las minucias de la exposición filosófica, revela todo un complejo y amplio sistema de filosofía. Es, por lo tanto,  el armazón filosófico del Espiritismo.

Como se ve, Kardec no fue un filósofo en la acepción más usual del término, ni exactamente un científico. Fue, eso sí, y por encima de todo, un extraordinario pedagogo, calificación esencial para la comprensión y propagación del Espiritismo hasta los días actuales.

La precoz percepción de que solamente la educación y el amor podrían indicar una solución a los problemas sociales y morales de su tiempo hizo de Kardec  heredero natural de un magnífico linaje de educadores que se inicia, en el siglo XVII, con Comenio, el padre de la didáctica moderna, pasando, en el siglo XVIII, por el filósofo J.J. Rousseau y su “Emilio”, terminando en el grande y sabio maestro de la educación como acto de amor, J.H. Pestalozzi.

Como un estuario de las corrientes de ideas más generosas y libertarias que irrigaron la cultura de Europa desde el Renacimiento, Kardec llegó a la madurez equipado, moral e intelectualmente, para la gran tarea de su vida: la construcción de una síntesis conceptual del mundo moderno, la Codificación Espiritista, centrada en la idea de la evolución y en la realidad y primado de la vida espiritual.

Esta extraordinaria hazaña, resultado del trabajo de hombres encarnados, asesorados por hombres desencarnados, se hizo posible, en el tiempo y en el espacio, por la feliz conjugación de factores políticos, sociales, económicos y culturales aliados a la sensibilidad, lucidez y coraje del maestro educador Hippolyte Léon Denizard Rivail, cuyo bicentenario de nacimiento estamos celebrando este 3 de octubre de 2004.

Según muchos historiadores, el Renacimiento y la Reforma Luterana son las dos más importantes nacientes de la historia moderna. Una libertó el espíritu y embelleció la vida, ofreciendo al hombre el derecho a la felicidad aquí en la tierra; la otra estimuló la creencia y el sentido moral. Las ideas contenidas en la base de estos movimientos, propagadas por las facilidades ofrecidas por la descubierta de Gutenberg y dinamizadas por la revolución conceptual producida por el descubrimiento de América y por la revelación de Copérnico, barrieron Europa a partir del final del Siglo XV e inicio del Siglo XVI, desencadenando una  irresistible avalancha de cambios, crisis  y conflictos ideológicos en un mundo cansado del reposo medieval y ansioso por la descubierta de nuevos mundos, nuevos caminos, nuevas ideas.

En el Siglo XVIII el Renacimiento cede espacio para la Ilustración que, teniendo razón y libertad como estandarte, enfrenta la superstición y la opresión, produciendo significativa reducción de la importancia de la Iglesia e influyendo por sus principios en la independencia de los Estados Unidos y en la Revolución Francesa, hechos que, entre otros, señalan el colapso de la Francia feudal, una importante ampliación de las libertades civiles y la transición de la Edad Moderna para la Contemporánea.

Si añadimos a este sintético painel el crecimiento exponencial de la población a partir de 1750 en función de avances en la producción agrícola, higiene y medicina y más la revolución industrial iniciada en Inglaterra provocando intenso desplazamiento de las poblaciones rurales para las ciudades con todo el conjunto de consecuencias sociales, políticas y económicas, encerraremos el siglo de las luces ya experimentando un cierto cansancio de la arrogancia racionalista y creando espacio para el surgimiento del Romanticismo que, valorando el sentimiento, caracteriza el siglo XIX, el siglo de Kardec.

El nacimiento en 1804 y la formación intelecto-moral del futuro Codificador del Espiritismo ocurre en plena era de Napoleón, a quien se le corona Imperador, ese mismo año, y promulga el Código Civil de los Franceses o “Código de Napoleón”, de importancia decisiva en el derecho occidental y, según el propio Imperador, su mayor obra.

Kardec era un hombre de su época, cosmopolita, sensible, perspicaz y naturalmente abierto a las influencias más nobles que la historia y la experiencia le ofrecían. Mientras mejoraba su formación en el Instituto de Pestalozzi en Yverdon y, después, en la vida profesional, como educador, otros acontecimientos ocurrían, con enorme significado y presencia en su futura y máxima obra.

Además de los importantes desarrollos geopolíticos del período napoleónico, podemos identificar las revolucionarias teorías evolucionistas de Lamarck y Darwin de enorme repercusión, la Filosofía Positivista de Auguste Comte e, incluso, el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, producto de la agitación social de la nueva clase operaria.

En este escenario imponente y desafiador, se buscaba afanosamente un nuevo modelo conceptual para el tiempo nuevo que surgía, pues los paradigmas vigentes habían agotado la capacidad de ofrecer seguridad e identidad. Es entonces que, ya maduro y sensible a las inquietudes de su mundo y a la convocación del mundo espiritual, Kardec acepta la responsabilidad de liderar el gran esfuerzo para la construcción de una nueva visión de hombre y de mundo, humanista y dinámica, en la cual razón y sentimiento pudieran, harmónicamente, buscar la verdad.

Y así, como una flor tardía de la primavera iluminada, nacida en el suelo abonado por el romanticismo de Rousseau y Pestalozzi, surgió el Espiritismo que, con su “humanismo espiritucéntrico”, busca superar, dialécticamente, el conflicto entre el pensamiento medieval centrado en Dios y el humanismo organocéntrico del renacimiento y de la ilustración. La cosmovisión innovadora y sintética ofrecida por Kardec al mundo nacía robusta y perturbadora, desafiando los paradigmas seniles y anunciando, según las palabras del físico inglés Oliver Lodge, “una nueva revolución copernicana”.

Compartilhe
Total
0
Shares